Al USS Indianapolis lo hundieron un par de torpedos japoneses pasada la medianoche del 30 de julio de 1945. Y algo de macabra coherencia poética hay en que el buque se hundiera así, de forma sorpresiva, de noche, bajo la oscuridad y las estrellas del Pacífico, porque todo lo que vino a continuación fue una pesadilla, un pavoroso relato de deshidratación, días tórridos y noches gélidas, alucinaciones y muerte que supera la más horrible fantasía ideada por Stephen King.
Todo eso, y tiburones.
Muchos tiburones, hambrientos y enloquecidos por la sangre.
Porque si aún recordamos al USS Indianapolis casi ocho décadas después de su naufragio no es por las dimensiones del buque, el importante papel que jugó en la Segunda Guerra Mundial o su saldo de víctimas, cuestiones todas relevante, pero que palidecen cuando se comparan con otra de las peculiaridades del navío: su tripulación sufrió el peor ataque de escualos de la historia.
Entre torpedos y tiburones
Para entenderlo hay que remontarse a finales de julio de 1945, cuando el USS Indianapolis, un buque de guerra de clase Portland de la Armada de EEUU de 181 metros de eslora, surcaba las aguas del Océano Pacífico rumbo al golfo de Leyte, en Filipinas. Lo hacía después de haber cumplido con una misión clave, secreta y que resultaría crucial en el devenir de la Segunda Guerra Mundial: trasladar partes de la primera bomba atómica al atolón Tinian, en las Islas Marianas del Norte, donde se situaba la base de los bombarderos B-29 estadounidenses.
Ni la importancia del cometido, ni la misión que todavía tendría por delante una vez llegase a Leyte fueron motivos suficientes sin embargo para que los mandos de EEUU se cuestionasen si era buena idea que viajase solo por el Pacífico. A pesar de que el USS Indianapolis carecía de un sónar que le permitiera detectar submarinos enemigos y de que su capitán, Charles McVay, había solicitado sin éxito protección en la travesía, el poderoso buque de la Armada estadounidense avanzaba sin escolta. Solo, tras partir el 28 de julio de Guam, en la Micronesia.
Por eso no sorprende que poco después, el 30 de julio, pasadas las doce de la noche, mientras el buque navegaba a aproximadamente 17 nudos, un submarino japonés se acercara lo suficiente para dejarlo al alcance de sus torpedos.
Poco después de la medianoche el sumergible nipón lanzó un primer proyectil contra la proa del Indianapolis seguido de otro orientado hacia el centro del casco. El ataque resultó un éxito. O un horror, si se mira desde la óptica de la confundida tripulación estadounidense. Los torpedos sembraron el caos, destrozaron la proa y acertaron en una de las partes más sensibles de la embarcación, en los tanques de combustible y pólvora, que acabaron explotando y condenaron al Indianapolis.
En 12 minutos su enorme mole estaba despeñándose ya hacia las profundidades.
“¡Buuum! Salí volando por los aires. Había agua, escombros, fuego, todo subía y estábamos a 25 metros sobre el agua. Fue una explosión tremenda. Y cuando me pude arrodillar, otro estallido. ¡Buuum!”, relataba en 2013 a la BBC Loel Dean Cox, un veterano marinero que por entonces, en 1945, con 19 años, formaba parte de la tripulación del USS Indianapolis. Él tuvo suerte. Se las apañó para trepar hacia un punto alto y saltar al océano, desde donde escuchó los gritos y gemidos de otros compañeros. “Nadé en esa dirección y me uní a un grupo de 30 hombres”.
De las 1.196 hombres que viajaban a bordo del poderoso y flamante buque de guerra de la Armada de EEUU, sobrevivieron al ataque unos 900.
“Pensamos que sería cuestión de esperar un par de días hasta que nos recogieran”, confiesa Cox. Se equivocaba. La Marina llegó a interceptar mensajes del submarino nipón en los que se hablaba de un buque enemigo hundido, pero aquello —precisa Smithsonian Magazine— podía interpretarse como una treta de los japoneses para arrastrar a los barcos de rescate a una emboscada. Fuera como fuera, lo cierto es que 900 tripulantes del Indianapolis se quedaron a la deriva en el Pacífico.
A merced de la deshidratación, de la tentación constante de saciar la sed con el agua salada del mar, abrasados por el sol durante las horas del día y aterecidos por las temperaturas gélidas de la madrugada… y el fiero acecho de los tiburones.
Porque, como acabarían comprobando Cox y el resto de sus compañeros, los submarinos japoneses no eran lo más temible que navegaba bajo sus pies.
Las explosiones, el hundimiento del acorazado, el frenético chapoteo de los supervivientes y la sangre de las víctimas atrajeron al lugar a escualos, entre ellos —especulan los expertos— Carcharhinus longimanus, tiburones de punta blanca, animales con un tamaño medio de 2,7 metros, que incluso pueden alcanzar los 4 m y suelen señalarse entre los más peligrosos cuando un humano tiene el infortunio de encontrarlos en situaciones de riesgo. Y ese era el caso de los náufragos.
“Nos hundimos a la medianoche y vi uno por la mañana, cuando salió el sol. Eran grandes. Le juro que algunos tenían 4,5 m de largo“, señalaba Cox a la BBC 68 años después: “Estaban continuamente ahí, la mayor parte del tiempo comiéndose los cuerpos de los muertos. Gracias a Dios había mucha gente muerta flotando en la zona”. Los cadáveres no tardaron en agotarse sin embargo y los supervivientes empezaron a ver cómo aquellas aletas y fauces empezaban a rondarles.
De la noche de torpedos, a la pesadilla acuática.
“Perdíamos tres o cuatro compañeros cada noche y día. Uno sentía miedo constantemente porque los veía todo el tiempo. A cada rato veía sus aletas… una docena, dos docenas en el agua —rememora Cox— A mí me golpearon varias veces. En esa agua clara uno podía ver a los tiburones merodeando. De tanto en tanto, como un rayo, uno nadaba derecho hacia arriba, cogía a un marinero y se lo llevaba. Uno vino y se llevó al marinero que estaba a mi lado”.
La situación resultaba tan crítica que se cuenta que algunos de los náufragos estaban paralizados por el miedo y eran incapaces de comer o beber. Incluso el menor desliz podía salir caro a la deriva, en el Pacífico, entre animales veloces y provistos de varias hileras de dientes como cuchillas: cuando un grupo de hombres echó mano de las reservas que conservaban y abrió una lata de Spam, una tipo de carne envasada popular en EEUU, se encontró con que su olor atraía a enjambres de tiburones famélicos. Asustados, se deshicieron de todas las raciones.
Al cuarto día de suplicio, un avión de la Armada identificó al grupo de supervivientes y solicitó ayuda por radio. El grupo de Cox ya había perdido para entonces a dos terceras partes de sus miembros: de los alrededor de 30 náufragos iniciales habían pasado a menos de una decena. Antes del atardecer ya había un hidroavión en la zona y la Armada movilizó barcos para socorrerlos.
“Oscureció y una potente luz bajó del cielo. Pensé que llegaban los ángeles. Pero era el buque de rescate, que dirigía su reflector hacia arriba para dar esperanza a los marineros y avisarles de que los estaban buscando —cuenta el veterano—. En algún momento de la noche, unos brazos fuertes me subieron a un bote”.
De los 1.196 hombres que conformaban la tripulación del Indianapolis ya solo quedaban 317, un drama para el que no tardó en buscarse culpables. Y el foco se centró en el capitán McVay, uno de los supervivientes. De poco sirvió que Cox y otros compañeros hicieran campaña para exculparlo y que el Congreso llegase a aprobar una resolución que lo exoneraba, firmada por Bill Clinton en 2000, hundido por lo ocurrido, el capitán acabó suicidándose en 1968.
¿Cuántas víctimas sucumbieron a los ataques de tiburones?
Difícil saberlo.
Hay quien habla de docenas.
Y quien considera que la cifra se aproxima al centenar y medio.
Se acepte uno u otro balance, la realidad es que los escualos no eran el único peligro al que se enfrentaron Cox y sus colegas del USS Indianapolis.
“A duras penas podía uno mantener la cara afuera del agua. El salvavidas dejaba ampollas en mis hombros, ampollas sobre mis propias ampollas. Hacía tanto calor que rezábamos para que oscureciera, y cuando oscurecía, rezábamos para que amaneciera porque hacía tanto frío que nuestros dientes castañeteaban”.
La falta de agua también suponía un suplicio y muchos marineros acabaron delirando, lo que en algún caso les llevó a despojarse de sus chalecos y zambullirse en el océano para tragar agua que acababa minando su organismo poco después.
Una auténtica pesadilla en el Pacífico.
Que sigue ostentando todavía hoy, en 2023, casi ocho décadas después del hundimiento, el título de peor ataque de tiburones de toda la historia.
Imágenes: Eric Kilby (Flickr), Wikipedia (Marina de los EE. UU),Eric Kilby (Flickr), Wikipedia