“Estamos cambiando las nubes”, explicaba en ‘Science’ Duncan Watson-Parris, físico atmosférico de la Institución Scripps de Oceanografía. Parece una frase curiosa, un comentario interesante; pero es mucho más. Porque ese ‘cambio’ en las nubes es parte de “un gran experimento natural” que empezamos hace más de 60 años y en el que ni siquiera habíamos reparado.
Un éxito rotundo… El 1 de enero de 2020 entraban en vigor las nuevas regulaciones de la Organización Marítima Internacional y han sido un éxito. No solo han reducido la contaminación de azufre de los barcos en más de un 80%, también “ha mejorado la calidad del aire en todo el mundo”.
...que se nos ha vuelto en contra. El problema es que, según empezamos a ver con claridad, con las emisiones de azufre se han perdido muchas otras cosas. Las más evidentes son las nubes bajas que se formaban gracias a esas partículas. Unas nubes que reflejaban la luz solar y, aquí está lo interesante, contribuían a que la superficie del mar se calentara menos de lo que se hubiera calentado en condiciones normales.
De hecho, la cosa no queda así. El año pasado, Science publicó un trabajo que explicaba que las huellas de los barcos “mejoraban las nubes bajas (como sospechábamos), pero también afectaron “notablemente al volumen de cúmulos hinchados más altos en la atmósfera”, que anteriormente se pensaba que eran inmunes a la influencia de los barcos. La conclusión fue que contaminación del aire podría estar causando que las nubes enfríen el clima el doble de lo que pensábamos.
¡Estábamos enfriando el océano sin saberlo! O eso creen un buen puñado de investigadores. Es la gran paradoja del momento: llevamos años tan concentrados en que “tenemos que dejar de contaminar” que no habíamos pensado que igual alguna parte de esa contaminación nos podía ir bien.
Mientras con una mano (la industria pesada, el hormigón y los motores de combustión) calentábamos la atmósfera, con la otra la estábamos enfriando. Esto es interesante por muchos motivos. Entre ellos, no hay duda, que se trata de una muestra genuina de lo complicado que es establecer efectos en la ciencia climática.
Y la historia encaja. O, mejor dicho, Leon Simons y otros investigadores han encontrado evidencia plausible y, lo que es más importante, un mecanismo que tiene sentido. Además, han conseguido meter la conversación de los aerosoles y el azufre en el debate público.
Pero no tanto como nos gustaría… También es cierto que, como nos decía el meteorólogo González Alemán, pese a todo, aún estamos muy lejos de haberlo demostrado. La explicación tiene sentido y disponemos de algunos estudios que la apoyan, pero faltan estudios exhaustivos (y revisados por pares) para confirmar que todo esto ha sido así de forma efectiva.
No hace falta recordar que este año han pasado muchas cosas (algunas muy llamativas): El Niño, los problemas con la corriente del chorro, la explosión del Hunga Tonga, los cambios en las corrientes oceánicas, las dinámicas extrañas del polvo sahariano… Y, con todo eso encima de la mesa, corremos el riesgo de comprar una explicación vistosa y aparentemente sensata, pero que no sabemos si es cierta. Mientras tanto, solo podemos esperar que el cuadro general empiece a aclararse y podamos encontrar una solución al problema que nosotros mismos acabamos de crear.
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